Su oficio fue y es el del matador, pero un día pasó por el papel del toro, como en la novela Muerte en la tarde del célebre Ernest Hemingway. Y parafraseando a este escritor estadounidense se podría decir que aquella tarde de domingo de 1964, Bolívar fue la víctima, el sacrificado, el que sufrió. Murió su muerte, no de un modo indeterminado, no por azar, sino de manera prefijada, irrevocable.
A la salida del viejo estadio Hernando Siles, decenas de hinchas de Bolívar se preguntaban si había llegado la hora del crepúsculo de su club. Había que encontrar a algún culpable, pero no era el momento. La protesta contra el dirigente, que se había quedado al mando de la barca, cedía ante el sollozo de los jóvenes que musitaban palabras de bronca contra un equipo sin alma, que tras perder frente a Universitario había dejado escapar el último salvavidas en su tortuosa travesía. Bolívar había dejado partir el tren de la esperanza y ahora esperaba aquel domingo, en esa vieja estación de la vida, el tren del milagro. Esta posibilidad pasaba por una derrota de Always Ready o una victoria celeste frente a Universitario. Estos tres equipos se habían quedado rezagados en el llamado torneo de Primera A. Qué desdén de la vida, porque en la punta de la tabla se encontraba su rival de todos los tiempos: The Strongest, que junto a Municipal eran los mejores del momento.
Al frente de la entidad se encontraba el dirigente Fernando Rivera Meruvia, a quien la historia posterior le entregó las satisfacciones de la excusa de culpas. Éste se había quedado solo, sin auxilio económico, sin el respaldo esperado. Los refuerzos llegaron tarde, la moral del equipo estaba por los suelos y el destino parecía haber bajado su guadaña mucho antes de aquella tarde. El equipo se había quedado sin su columna vertebral. Había dejado el fútbol su capitán Édgar Vargas, el cañonero tucumano Ramón Guillermo Santos había sido fichado por Litoral, antes de dejar el fútbol y su principal emblema: Víctor Agustín Ugarte, que había llegado al equipo en 1947, superaba los 35 años, y empezaba a sentir las secuelas de las lesiones.
Entonces llegó el argentino Mattera, cuando los dirigentes empezaron a ver nubarrones en el horizonte, pero era demasiado tarde, además, el delantero se lesionó en su debut y antes que en refuerzo se convirtió en una carga.
Al arquero René Verduguez le hacían goles con facilidad, en la defensa se repartían errores y recriminaciones el paraguayo Méndez Paiva y el cruceño Róger Wills. El que se esforzaba era Rivero, tanto es así, que para el equipo de la Operación retorno de 1965, sólo se quedó él junto a las contrataciones.
En algún momento, apareció como pilar del equipo el flaco delantero Condori, pero sus escasos aciertos sucumbieron ante la serie de errores de sus compañeros. El equipo símbolo del fútbol paceño se fue cayendo poco a poco, jornada tras jornada. En 14 partidos disputados selló su pasaporte para el descenso y ello no sólo implicaba dejar de jugar los domingos, sino también mascullar la humillación de enfrentar en la próxima temporada a rivales sin jerarquía como Central Chuma, Guadalquivir, Mariscal Braun y Olympic. “A jugar los sábados”, decían con sorna los atigrados, quienes tuvieron que tragar en seco parte de sus afrentas, porque constataron al año siguiente que Bolívar podía llevar los sábados más público al estadio que los equipos de la Primera A.
“En ese momento nos dimos cuenta que no había llegado el crepúsculo de Bolívar, sino que el cielo se había puesto más celeste que nunca a favor de Bolívar”, decía a manera de reflexión un par de años después, Chichi Siles, el dirigente que junto con Mario Mercado, el Chino Noda y Guillermo Monje se pusieron la entidad al hombro. Hubo un intento más en una reunión de la Asociación de Fútbol de La Paz para eliminar ese año el descenso, pero los delegados de los clubes le bajaron el pulgar a Bolívar.
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