El estadio Enrique Bujold tiene su historia y merece ser contada. En los años 60 el reverendo canadiense llegó a Bolivia y nunca más se fue. Venía de su natal Quebec y le gustaba el fútbol, no se entiende cómo ni por qué, pero gracias a él un estadio lleva su nombre, como justo reconocimiento a un hombre que, sin ser de aquí, contribuyó al engrandecimiento del fútbol cruceño.
El estadio era considerado, entre los años 70 y 80, el segundo más importante después del Tahuichi. Como referente, ahí se jugaban los fines de semana partidos de las divisiones menores de la Asociación Cruceña de Fútbol (ACF) y uno que otro de la Liga. Su mentor, el padre Enrique Bujold, lo construyó con dinero de su bolsillo para que los chicos de esa zona (barrio Villa San Luis) se recrearan.
El padre Bujold le dedicó tiempo y dinero a su obra maestra porque amaba el fútbol, un deporte que llegó a querer cuando decidió echar raíces en Bolivia. Para completar su sueño fundó el club San Martín, que a cambio le dio múltiples alegrías porque en esa época sus equipos eran casi invencibles.
Ahí se formaron jugadores que luego alcanzaron la gloria en el fútbol mayor, entre ellos Wilson Ávila, Federico Borda, Juan Rivero, José Luis Medrano, Roberto Castro, Ricardo Castro y Edivaldo Rojas.
El padre Bujold dio más de lo que recibió. Fue parte de la ACF durante muchos años y objeto de múltiples distinciones, por su gran labor a favor de los niños. En vida decidió donar el estadio, que lleva su nombre, a la ACF, con la única condición de que San Martín se entrenara y jugara ahí sus partidos de local.
Tras su muerte, en 1995, comenzaron las penurias. El profesor Eduardo Guilarte, su amigo personal, asumió el control y la administración del escenario, pero el paso de los años y sin ayuda lo fueron desgastando. En vida Guilarte firmó un convenio, dejando el control del club y la administración del estadio a otras personas. Nunca más fue lo mismo. Los jugadores llegaban de otras zonas, los títulos y la promoción de nuevos valores comenzaron a escasear.
La buena cosecha de títulos en San Martín terminó hace rato y su estadio está descuidado. El 24 de enero murió el profesor Guilarte y por esos días, como un mal preludio, unos 50 metros de barda del estadio se vinieron abajo. Esa abertura dejó al descubierto la realidad de ese estadio por dentro. Irreconocible. La cancha está en mal estado, una de las dos graderías se vino abajo, la maleza va ganando terreno, los camarines dan asco, las luminarias no reúnen las condiciones mínimas para un partido nocturno y las estructuras de fierro, cansadas por el paso de los años y a la intemperie, reclaman una mano de pintura urgente. En una de las paredes detrás de uno de los arcos se observan logos de las empresas que en su momento seguramente aportaron (Casa Color, Scott y Flamar). La puerta chica que conecta al estadio Enrique Bujold con la cancha Bombonera tiene solo dos retazos de planchas viejas, alambres de púa y un candado viejo que encierra una cruda realidad en su interior. El muro viejo que separa estas dos canchas da la sensación de estar cansado por el paso de los años.
La malla de unos 12 metros de largo por uno de alto, que evita que la pelota pase de un lado a otro, cumplió su ciclo de vida y necesita ser reemplazada. Es más, ninguno de los arcos tiene mallas y el color blanco opaco de los postes también pide a gritos una mano de pintura.
Son ocho los postes de luz artificial con luminarias precarias que sirven solo de adorno. Cada vez juegan menos de noche porque su luz es deficiente. Son 24 las luminarias, algunas apuntando a cualquier parte, menos a la cancha.
Una buena parte de la barda que protege la cancha se desplomó y las graderías donde se sentaba el padre Bujold ya no están. Un puñado de obreros se encarga de encerrar de nuevo el estadio, pero en vez de barda van a poner un enmallado. El estadio Bujold ya no será el mismo. No hay señales de que las gradas de ese sector sean repuestas.
La maleza en el otro sector de las gradas le está ganando al sueño que tenía el padre Enrique Bujold de convertir este escenario en uno moderno.
Hay un hormiguero que sirve como apoyo de uno de los postes de iluminación y una de las casamatas (espacio para los jugadores suplentes) prácticamente no tiene techo y los asientos brillan por su ausencia. Los jugadores, normalmente niños, permanecen desprotegidos del sol y la lluvia mientras esperan su turno para ingresar a la cancha. En esas condiciones, que se asemeja a una cancha de barrio, es difícil jugar fútbol.
Las líneas blancas que demarcan la mitad de la cancha, los laterales, las áreas chicas y grandes prácticamente han sido borradas por el tiempo. Los postes que sostienen las luminarias precisan de una mano de pintura y el enmallado endeble que separa la cancha de las graderías (solo de un lado porque en la otra parte ya no hay) deja ver su oxidación.
Un hormiguero grande que sigue creciendo en medio de las gradas parece ser una pieza decorativa antes que un motivo para preocuparse. Más allá, uno de los camarines deja al descubierto un total olvido. Los otros están en igual condición.
Un escudo de la ACF con el año de su fundación (1917) es parte decorativa de la puerta principal que conecta a los jugadores con el templo verdoso que dejó el padre Enrique Bujold, y que hoy no queda ni la sombra de lo que fue. La ducha, el camarín principal y el dormitorio del canchero se escudan en cansadas estructuras metálicas para evitar robos, de los tantos que hubo.
El estadio Enrique Bujold pasó al olvido y solo Dios sabe cómo irá a terminar la obra que con tanto esfuerzo le costó al padre canadiense, en una zona que fue creciendo con los años y que no es más un referente del fútbol cruceño.
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